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  • jpazrael

LA MUJER ROJA

Antonio Salazar se mira sus zapatos en un parque de Montpellier, tras las horas de trabajo, cansado y sin ganas de volver a casa tan temprano. Disfruta de mirar sus pies en actitud de estar dormido, y de forma muy aplicada observa con el rabillo del ojo las miradas que se posan en él, ancianas de abrigos de arcaicas modas caminan cerca, mirándole con molestia al descaro de dormir en pleno atardecer, jóvenes adolescentes y callejeros le observan mientras caminan de persona en persona solicitando un cigarrillo.

Pero Antonio continua mirando sus zapatos, esos gastados, negros, sin brillo y algo sucios por el día de trabajo. Zapatos que fueron a fiestas en grandes casas, bares y cafés, que recorrieron ya más de mil veces las calles de la pequeña ciudad, que se posaron sobre excremento cunetero y fresco dejado por algún perro sin dueño.

Zapatos que lo han acompañado en sus quietas tardes de observación en la plaza cercana al municipio, esa plaza donde ve turistas, romances, rupturas, paseantes, ancianos , llantos, risas, despedidas largas y saludos cordiales entre personajes que de vez en vez se repiten, se reagrupan, se modifican, que de un momento a otro desaparecen para no volver por el parque, sin avisar, sin despedirse de las caras que ya son familiares, sin dejar una nota pegada a un árbol, ¡que lindo sería eso! - pensaba Antonio- se escurrían del parque como el agua en el pasto.

Aun recuerda a la mujer roja, así le llamaba, pues sin hablar con ella nunca, le tomo cariño, y esto meritaba referirse a ella con un nombre. La veía desde hace años, primero joven, riendo con el cabello suelto, rojo como el fuego, de falda ligera y corta, de la mano de uno que otro joven apuesto, distinguido, luego, la veía sola, de abrigo, con los cabellos tomados en la nuca con un palillo de comida china, sentada a escasos bancos de él, fumando un cigarrillo mientras observaba los pajaros pelearse un trozo de pan que alguien les había arrojado de mala gana.

Antonio, recordaba como el rojo de los cabellos se encendían nuevamente, la tarde que ella caminaba apresurada, con un abrigo distinto, más a la moda, ¡Que elegante se veía!, de botas largas, brillantes y sonoras, aproximandose a un hombre que le esperaba en el inicio de la plaza –atractivo- reconoció en su momento Antonio, pero no más que el anterior...

Mirando sus zapatos negros sin brillo, cansado del trabajo y sin ganas de volver a casa, Antonio se esforzó en recordar cuantas veces la vio : Paseando sola y triste y cuantas veces sus cabellos revivían como fuego de verano, pero Antonio, debía reconocer, que esa fogata en sus cabellos con el tiempo se hacia más ceniza, más lento eran sus pasos hacia el abrazo del nuevo amor y más común era verle sola con su viejo abrigo, mirando los pajaros mientras fumaba un cigarrillo de esos delgados y blancos, hasta que un día –de esas cosas se acuerda uno- como cualquier otro, la vio llegar con una gran sonrisa y lágrimas en los ojos, con una pequeña mochila en sus hombros subir a un coche que le tocaba la bocina y desaparecer del parque.

Antonio Salazar Miro su reloj pulsera apenas sintió el sonido lejano de la cortina de la pizzeria de la esquina –Esta cerrando temprano- levanto la vista de sus zapatos que juró, como todos los días, cambiarlos a fin de mes por unos más distinguidos, algo a la altura de los nuevos tiempos.

Poniéndose de píe emprendió el camino a casa sin dejar, como era lo habitual, de observar los rostros de las personas que continuaban disfrutando del parque, y como era lo habitual, sin perder la esperanza de saber que sería de la mujer roja...


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